No se ciertamente desde cuando me han gustado o he intentado retenerlos pero trato a diario de registrar en alguna parte de la memoria esos pequeños instantes que no me van hacer ganar un premio Nóbel, ni siquiera llegarán a ser hábitos o costumbres ni se si formarán parte de nuestra cultura y la identidad. Lo que si sé, es que son eternamente míos. Quiero quedarme con ellos. Son los mismos quizás, que Rodó llamó: “momentos proféticos”. Esa inmensidad de imágenes que aterrizan en mi cabeza a las 4 de la mañana y cual bolsones de arenas tirados al aire puedo quedarme con algún grano en la memoria. Es un instante sublime. Allí no hay otro personaje más que yo y las ideas. Espacios de tiempo eternos. Fracciones de segundos de ideas en más de dos o tres horas reales. Temáticas diversas que llenan el alma inquieta. Lugares donde solo escucho el armonioso sonido del silencio bigbaniano. Desmesuradamente monótono. Cuya servil inmensidad alienta alguna esperanza y hace valorar la vida.
Millones de milésimas transcurren mientras pienso en las mil y una combinaciones del ser humano, de sus actos y los posibles desenlaces a futuro, en las probabilidades que manejan los científicos, en las consecuencias que puedan tener la aplicación de tal o cual idea. Hasta que finalmente despierto nuevamente para dormirme hasta la próxima cita de las 4 de la mañana. Respiro profundo y una ves más recuerdo mi riqueza. Riqueza de saberme vivo, de tener ojos para contemplar la maravillosa y multicolor naturaleza, de saber que incontables átomos realizan su trabajo a diario para que podamos disfrutar de ella. Riqueza de saber que he venido al mundo desnudo y que en casa un inerme pedazo de pan no faltara para acompañarme en el desayuno.
Oldemar Chacòn
cyberoldemarcha@gmail.com
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